sábado, 24 de mayo de 2014




Tras la larga jornada de trabajo del sábado, se reclinaba en el sofá blanco que, como cualquier noche, era el punto de encuentro para él y sus compañeros de hogar. Fue un día normal, regido por la detestada rutina. Cada sábado, cumplía servicio en diferentes estadios de la capital, velando por la seguridad del mismo. Su ocupación no era agotadora, pero si de cierto riesgo.
          En la habitación reinaba el desorden, no se había limpiado en profundiad en todo el tiempo que el inquilino llevaba allí. Las paredes mostraban, discretamente, un color amarillo pálido que el humo había ido tallando con el paso del tiempo. Libros, cables, cachibaches, posters de caligrafía china e instrumentos sin esperanzas de ser tocados en algún momento se repartían por los suelos y esquinas del cuarto. La habitación estaba iluminada por una luz tenua que auguraba, muy tímidamente, la guasa a la que la noche se prestaba.
          Se abrió la puerta de la calle y uno de los compañeros entró. El malayo es un muchacho que, al mismo tiempo que estudia su carrera en música, goza de las fiestas hasta altas horas, y experimenta todo tipo de "sensaciones nuevas". Anunció que había conseguido un nuevo tipo de marihuana, abrió el puño y dejó caer sobre la mesa una minúscula bolsita. Acostumbraba a ser un muchacho genereroso. El francés tenía recados que hacer, por lo que se marchó a las tiendas. El que escribe, en cambio, aceptó la propuesta, ya que ¿qué malo podía haber en degustar el sabor del nuevo tipo de planta?
La música estaba a cierto volumen, lo suficiente para hablar.
El malayo lió el canuto, y tras fumar un par de tiros, se lo pasó al narrador, que a decir verdad, lo ansiaba. Le dió un par de hondas caladas, exhaló el humo, y saboreó la deliciosa calidadad de aquella nueva hierba. Por primera vez la miró, observó que no era del color verde intenso que solía ser, sino un verde amarillento, cercano al color de la manzanilla. Su compañero estaba raro aquella noche, había algo distinto en él, y no eran las extravagantes gafas que lucía. Era más la prominencia de sus gestos, la manera en que sus ojos miraban, ya que, o era cosa suya, o el tamaño de las pupilas del malayo habían aumentado considerablemente; como si dos luciérnagas negras brillasen y fuesen visibles en la monócrona oscuridad, presentando un color negro encendido. También se estaba mostrando demasiado hablador, algo raro en él, con una voz estruendosa, e incluso preocupado por convencerle acerca de lo que le estaba contando. Aquello se convirtió en un monólogo.
A medida que el canuto se reducía en tamaño, la atmósfera del cuarto se volvía cargante. Las caladas se habían ido sucediendo y el cigarro presentaba ya la mitad de su tamaño, pero la sensación era de haber estado allí sentado fumando durante horas.
No había ninguna prisa, inhalando... tan sólo el disfrute del momento. Relajación, el muchachó cerró los ojos y la conciencia iba deslizándose por el tobogán de la "realidad" hacia algo, algo distinto, una realidad alternativa... En cuestión de segundos, el escenario cambió. La música ya no estaba alta, su volumen era ahora atronador y molesto. Sus ojos estaban fijos mirando a la alfombra roja, pero en verdad carecían de mirada. Intentó girar la cabeza para evitar el aturdimiento, y observó como el rojo de la alfombra, el negro oscuro de las sombras de los objetos del cuarto y el blanco de la pared se distorsionaban y expandían amórficamente, embarullándose dentro de su cabeza. Se apresuró a buscar al malayo en la inmensidad de la habitación para asegurarse de que no era el único que estaba alucinando. Le miró a la cara y aquello le pareció aterrador: el rostro de su compañero y sus facciones asiáticas se transformaron  en el de uno de los dibujos animados de su infancia que tantas veces había visto en televisión. Le gritaba e intimidaba sin parar. Era demasiado, su sentido de la percepción estaba delirando y notó como si un crujido interno lo lanzase a otra dimensión. Una dimensión fantástica que sembró la semilla del miedo en el muchacho.

 Se encontraba perdido en medio de una paranoia, y sin apenas ser consciente de ello, se levantó del sofa en busca de un indicador de noción temporal o espacial. Había perdido el contacto con ambas. El remedio fue peor que el problema: de repente, se vió rodeado por temores y miedos que habían ido quedando grabados en la profundidad de su subsconciente a lo largo de sus veinte años. Quizá aquella fue la más pavorosa de las experiencias aquella noche. Sin saber cómo, intentaba combatirlos, intentaba darse razones por las que no tenían derecho a entremeterse así con él. No era capaz. Los más grandes miedos estaban allí sucediéndose: el fracaso, la enfermedad, el abandono, la muerte... como si de una pelicula mental se tratase. Era un Cine de los Horrores, ya que aquellos miedos no sólo ocurrían en su cabeza, sino que verdaderamente estaban pasando de una forma real en ese momento.
La siguiente escena recordada era en la cocina, bajo un intenso ataque de pánico. Una horrible sensación se había apoderado de la mente, del cuerpo (espasmos), del alma... Gritos y voces de personas conocidas iban originándose en su cabeza; y, como si de una personificación de la locura se tratase, sus puños se estrellaban en él, sumiéndole en un estado psicótico. Recordaba perfectamente ese diálogo consigo mismo: una parte de él le sometía a una violación interna en una especie de ajuste de cuentas kármico.
 El Ego se intentaba mantener firme, erguido, presente; negándose a la expansión del otro Yo. La Consciencia trataba de emerger mientras la realidad se convirtía en una amenaza...


Memorias de un viaje (Primavera, 2013)

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